La existencia y utilización del término “yo” ha tenido un largo desarrollo en la historia del pensamiento. Sócrates ahondó en el anhelo de autoconocimiento: “conócete a ti mismo” y expresó una frase humilde y programática en el profundo camino del saber: “Yo solo sé que no sé nada”.
De acuerdo a la tradición, Querefonte consultó al Oráculo de Delfos sobre quién era el hombre más sabio y la pitonisa respondió que Sócrates. Al enterarse, el sabio pronunció esa condensada frase con que dio un vuelco al método filosófico. En efecto, lo normal era que los sofistas impulsaran a los alumnos a preguntar a los maestros; Sócrates, en cambio, cuestiona a los alumnos hasta que reconocen su ignorancia en aquello que creían saber. Este método, llamado mayéutica, utiliza la ironía y la ignorancia para desmoronar las falsas seguridades.
El considerado padre de la filosofía moderna, René Descartes, también resaltó la importancia del yo al instaurar la duda como base de su método, hasta que fuera posible arribar a una certeza indubitable: “Pienso, luego existo”.
David Hume constató que somos un yo que conserva su identidad ante las situaciones cambiantes: el sujeto del anciano es el mismo que fue de niño, pero con severa mutación. José Ortega y Gasset, en Meditaciones del Quijote, señaló que la identidad personal permanece íntimamente unida al acaecer cotidiano: “Yo soy yo y mi circunstancia”; es decir, no puedo separar el medio en que vivo de mi yo.
Martin Buber definió que hay unas palabras protoprimordiales: Yo, Tú y Ello, pero no existen aisladas, pues estarían desoladas, sino solamente en relación. Empero, hoy, hemos dado un paso adelante al axioma cartesiano: “Consumo, luego existo”, o “Chateo, luego existo”, puesto que, si no estoy en las redes, no soy.
¿Cómo defino mi yo?